Nuestra Espiritualidad

Nuestro carisma es el SEA.
El SEA nos conduce a la unión con Dios y expresa el deseo de que se haga su voluntad en nuestra vida.
El SEA nos enseña a vivir en la tierra como en el cielo y a estar presentes y disponibles para recibir la vida tal como se presenta. El SEA nos fortalece en el anhelo de amar.
El SEA se hace camino, que nos lleva a desplegar todas las potencialidades de nuestro ser. Nos propone un itinerario de autoconocimiento, integración y unificación que llamamos “Camino al Corazón”.
El Camino al Corazón
El Camino al Corazón es un proceso que recorremos a lo largo de toda nuestra vida, y que nos permite un verdadero encuentro con nosotros mismos, con los demás, con Dios y con toda su creación.
El Camino al Corazón es una vía que nos conecta con el misterio de Dios que nos habita, nos revela nuestra verdadera identidad y nos enseña a vivir el presente, donde podemos reconocer Su presencia en la novedad de cada instante.
El Camino al Corazón es un camino de interioridad y encuentro con nosotros mismos y con el fuego del Amor que arde en nuestros corazones; y al mismo tiempo, es un camino que nos impulsa hacia el afuera y nos invita a llevar este fuego de nuestro interior para encender de amor todos los espacios en los que transcurre nuestra vida cotidiana. Es un itinerario de crecimiento contemplativo que integra la fe, la vida y la oración.
Este camino de interioridad nos ayuda a despertar la conciencia espiritual, y a desarrollar nuestra inteligencia espiritual, que nos capacita para “vivir de otra manera”: vivir en simultáneo nuestro adentro y nuestro afuera, integrando todo nuestro ser, de manera que podamos entrar y salir de nosotros mismos sin perdernos o confundirnos, presentes y abiertos a la vida, y eligiendo amar a cada paso y en cada situación.


Soy – Estoy – Amo
Cuando las Sagradas Escrituras hablan del corazón, se refieren no solo al órgano corporal ni al lugar de los sentimientos, sino al lugar más profundo de la persona, la totalidad de nuestro ser (no una parte u otra, sino el centro de nuestro ser).
Nuestro corazón es el lugar sagrado donde se integran todas las dimensiones humanas: lo biológico, psicológico, histórico, espiritual y trascendente. El lugar de la decisión, allí donde elegimos vivir y dejamos que la vida SEA. En nuestro corazón descubrimos nuestra verdadera identidad, nos ponemos de pie en nuestra propia vida y exclamamos con alegría: “¡Este SOY YO!”
En nuestro corazón aprendemos a estar presentes, atentos y despiertos a la vida en todas sus dimensiones, afirmándonos en nuestro lugar: “¡YO ESTOY aquí!”
En nuestro corazón decidimos amar en todas las situaciones de la vida, encontramos en el amor el sentido último de nuestra existencia: “¡Yo quiero AMAR!”
El Camino al Corazón es una vía para aprender a amar y a caminar hacia la plenitud del amor para el que fuimos creados: nuestra unión con Dios, que es la causa de nuestra felicidad.
Es un camino individual, personal, que cada uno es invitado a recorrer a su propio modo. La meta o el fin es nuestro propio corazón unido al corazón de Cristo; y el Corazón de Cristo unido a la Trinidad.
En el Amor de la Trinidad estamos todos. Por eso, también es un camino comunitario que vamos recorriendo junto a otros, mientras aprendemos a amarnos.
Encuentro con nosotros mismos, con los demás y con Dios.
Un camino de encuentro con nosotros mismos en todas las dimensiones de mi interioridad: mis pensamientos, mis palabras, mis acciones, mis emociones, mis sensaciones corporales.
Un camino de encuentro con los demás en todos los ámbitos donde transcurre nuestra vida cotidiana: familia de origen, familia actual, amigos y comunidad, trabajo y ocio.
Un camino de encuentro con Dios en todas las etapas del Camino al Corazón y los umbrales que vamos atravesando en este itinerario.



Hay tres actitudes básicas que nos conducen en el Camino al Corazón y nos ayudan en el autoconocimiento y el camino de la oración: Silencio – Escucha – Acogida.
Nos disponemos a vivir de este modo, y luego, estas actitudes se van encarnando y volviendo hábitos, “frutos” de este carisma en nuestra vida.
Silencio
El primer paso es aprender a silenciarnos.
La oración de silencio nos ayuda a recorrer el Camino al Corazón porque nos “adentra”, nos recoge y nos dispone a contemplar el Misterio que nos habita.
Silenciar (aquietar) la actividad, nuestras palabras, nuestro cuerpo, nuestros pensamientos, nuestras emociones.
El silencio nos dispone para la escucha. Escuchar con el corazón es esencial para orar y para vivir la vida en plenitud.
Escucha
El Camino al Corazón nos aporta claves para escuchar la vida en todas sus dimensiones: percibir y escuchar la realidad así como se nos presenta; escucharnos a nosotros mismos; escuchar a los otros con una actitud empática de amor, y escuchar a Dios, que nos habla en el silencio del corazón.
Escucharnos a nosotros mismos
Adentrarnos en el misterio de lo que somos y escuchar la voz de Dios que se pronuncia en nuestras profundidades es todo un camino, y la escucha de nuestra propia vida nos ayuda a dar los primeros pasos.
Se trata de una escucha integral, que abarca toda nuestra realidad. Porque cuando entramos dentro de nosotros mismos, podemos escuchar la voz interna de nuestro cuerpo que nos trae información a través de los sentidos, la voz de nuestros pensamientos –que nos recuerdan, opinan y juzgan-, la voz de las palabras -aquellas que no verbalizamos y las que sí expresamos-, la voz de nuestras actividades y obras, y la voz de nuestras emociones y sentimientos, que muchas veces nos cuesta reconocer y registrar.
Escuchar la vida
Nuestra vida cotidiana es el lugar donde el Señor sale a nuestro encuentro, a través de todo lo que nos pasa. La percepción nos dispone para una actitud contemplativa de la vida, nos enseña a estar atentos a la realidad tal como es, dejando que sea así como está siendo, sin modificar en nada lo que la percepción nos brinda, sino sencillamente recibiendo y contemplando esa realidad tal como es. La percepción nos descubre la profundidad y riqueza de la realidad en toda su dimensión. ¡Cuántas veces nos perdemos de disfrutarla y de gozarla porque no sabemos percibir!
Escuchar a los otros
Cuando crecemos en nuestra capacidad de escuchar la vida así como se nos presenta y de escucharnos a nosotros mismos, crece también nuestra capacidad de escuchar en profundidad a los otros.
Para poder escuchar a los otros, necesitamos estar presentes en el encuentro, estar “todo yo” presente al otro, dispuesto a escucharlo y recibirlo. La escucha del corazón nos abre a una actitud contemplativa de la vida, nos enseña a callar primero y a avivar nuestros sentidos corporales y espirituales para acoger al hermano y escucharlo. Escuchar al otro en su historia y su contexto. Escuchar lo que trae, lo que muestra y lo que calla. Escuchar lo que habita en su corazón y no es capaz de expresar con palabras. Abrir nuestro corazón es siempre una invitación para que los otros también lo abran, y podamos encontrarnos de corazón a corazón.
Escuchar a Dios
La oración es una experiencia sagrada de escucha. La oración nos hace entrar en el círculo virtuoso de la escucha: cuanto mejor aprendemos a escuchar la vida, más capaces nos hacemos de escuchar a Dios en la oración. Cuanto más tiempo dedicamos a escuchar a Dios en la oración, más vamos creciendo en nuestra capacidad de escuchar la vida.
Acogida
El silencio y la escucha nos disponen a una actitud de acogida: acogida a Dios y a su Palabra, acogida a la vida en todas sus formas, que está preñada de Su Presencia divina.
Sólo podemos ser felices si nos disponemos a acoger la Palabra de Dios y obedecer su voluntad. La Oración de contemplación nos pone y dispone para la acogida. Nos silencia y nos hace capaces de escuchar para obedecer a Dios que nos llama a ser felices.
Salmodiar la vida y realizar cada día la Higiene del Corazón son formas de oración que nos disponen a que, durante el tiempo dedicado a la oración contemplativa, podamos dejar que las emociones permanezcan en nosotros sin prestarles la atención que requieren, sabiendo que dispondremos de otros tiempos y de otras formas de oración para ocuparnos de ellas. Llegará el día en que podremos dejarlas estar como están sin volvernos a ellas. La sanación del Señor no siempre pasa por curarnos las heridas. Muchas veces la redención se encuentra en sencillamente aceptarnos heridos, dejando que nuestra misma debilidad, que nos recuerda cuán frágiles somos, se transforme en nuestra fortaleza.
Mientras recorremos el Camino al Corazón, vamos creciendo en forma progresiva en actitudes de servicio, entrega y alabanza.
Servicio
En el Camino al Corazón vamos descubriendo lo que significa servir a cada paso, y comprendiendo la verdadera dimensión del servidor. El servicio purifica y transforma nuestros cinco espacios y nos ayuda a caminar a través de ellos orientándonos a Dios. Al adentrarnos, nos vamos dando cuenta de cuánto nos cuesta hacernos servidores en cada uno de esos espacios, y de lo difícil que es vivir para servir a Dios y a los hermanos.
El servicio “nos hace el servicio” de ayudarnos a conocernos más a nosotros mismos y profundizar en la verdad de lo que somos, la cual, aunque nos duela, nos alivia y nos libera. Es la pedagogía amorosa de Dios que nos va redimiendo en la vida misma.
La experiencia de la oración es una experiencia de servicio, en la que nos entregamos a la voluntad de nuestro Señor, sin condiciones, exigencias o pretensiones, sin buscar otra cosa que hacer su voluntad, ofreciendo toda nuestra vida, a su servicio. Cuando oramos, unimos nuestras palabras a las palabras del mismo Jesús, quien desde nuestro interior, nos va atrayendo a Sí, para que con Él, por Él y en Él, podamos decirle al Padre: Que sea en mí tu voluntad. La oración nos dispone para servir a Dios. Y a medida que vamos creciendo en un camino de oración, vamos encarnado en nuestras vidas actitudes concretas de servicio a los hermanos.
Es imposible disociar la oración del servicio. La oración refuerza nuestro deseo de servir con amor, hace que el servicio brote del mismo lugar de donde brota la oración: de nuestros corazones que anhelan amar.
Entrega
Al mirar nuestras vidas cotidianas, descubrimos lo difícil que se nos hace vivir en la entrega. La entrega nos remite a la muerte. Cada entrega es en sí misma un pedacito de muerte. Algo muere en nosotros para hacerse entrega. Y como la muerte nos aterra, nos afanamos por retener, por no soltar, por controlarlo todo, como si de esta manera pudiéramos tener poder sobre la muerte. ¡Cuánto nos cuesta comprender que la vida es entrega… que verdaderamente poseemos aquello que somos capaces de entregar!
Cuando oramos, nos ponemos en actitud contemplativa de Cristo que se entrega: mirando su entrega, comprendemos el misterio de nuestra propia vida. Contemplando su cruz, penetramos más profundamente en el misterio de la entrega sin reservas a la que todos somos llamados, para la que todos fuimos creados.
Esta tensión entre nuestro enorme deseo de Dios y el pataleo de nuestros lugares no redimidos, personificados en nuestro ego, nos hace sufrir. La entrega nos hace tocar las heridas de nuestro corazón.
Para poder entregarnos a cada paso de la vida cotidiana, necesitamos aprender a estar presentes a nosotros mismos. El ejercicio de la percepción integrada de todos nuestros espacios nos dispone a estar atentos y disponibles y nos prepara para la entrega. En la entrega, nuestro cuerpo se afloja, nuestra mente se humilla en su afán de entenderlo todo, nuestras obras se quietan, nuestras palabras se acallan y nuestras emociones se orientan y ordenan. La percepción nos abre a la experiencia de Dios que nos habita en el centro, y desde el centro se entrega a nosotros.
Por eso, la oración nos va ayudando en el misterio de la entrega sin reservas a la que todos estamos llamados. Nos enseña a vaciarnos, a despojarnos de todo para entregarnos a Dios. Agranda y ensancha los límites de nuestros corazones, haciéndonos cada vez más capaces de amar con el mismo amor con el que Dios nos ama.
Alabanza
Nuestra identidad más profunda es ser alabanzas del Padre. Al ir recorriendo las distintas etapas del Camino al Corazón, al mismo tiempo que vamos aprendiendo a servir y a entregarnos, nuestro “yo soy”, se va completando con el “Yo Soy de Cristo”, y nos hacemos Alabanza. Nuestro yo unificado con el de Cristo, simplemente es. Entonces, todo lo que hacemos, pensamos, decimos, sentimos, nace de este lugar de existencia, y somos verdaderamente libres para ser y dejar que todo sea.
La alabanza se traduce en la vida cotidiana en alegría. ¡Es tan lindo celebrar nuestra vida con alegría! Alegrarnos porque estamos vivos, alegrarnos por las pequeñas cosas cotidianas, gozar y disfrutar de cada una de las cosas que nos pasan, así como nos pasan, cantar las maravillas que hace el Señor en nosotros.
La alabanza ensancha nuestra capacidad de alegrarnos, de maravillarnos ante lo simple, lo sencillo, lo habitual y cotidiano. Nos permite saborear “el pan nuestro de cada día”, y dar gracias por eso, simplemente por eso.
La alabanza nos ayuda a crecer en humildad, a reconocer la verdad de lo que somos y a aceptar con amor nuestros límites: yo no lo puedo todo, yo no lo sé todo, yo no lo controlo todo. Nos pone en el lugar que nos corresponde frente a Dios, nos ubica en la vida.
Y a medida que crecemos en el camino de oración, Dios va asumiendo cada vez más nuestra vida, va transformando nuestro “estar en las cosas”, de manera que nuestra presencia pueda irradiar su Presencia.
Y nuestra oración de alabanza resplandecerá en la vida cotidiana en actitudes concretas de servicio y de entrega, en la alegría de vivir para servir y entregarnos.
Solidaridad
¿Qué es la solidaridad? Es una palabra muy grande qué nosotros la usamos mucho en el campo de lo social, como amistad y amor hacia todos. Pero también es una palabra muy profunda desde la espiritualidad: Dios es el primer solidario, un Dios que se hace solidario con nosotros y nos invita a abrirnos en vínculos de solidaridad hacia todos.
El Catecismo nos dice: El principio de solidaridad, expresado también con el nombre de “amistad” o “caridad social”, es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana (cf SRS 38-40; CA 10):
La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su solución negociada.
El Camino al Corazón, en la medida que nos une a Dios, nos hace crecer en la solidaridad a los hermanos, nos asemeja a Cristo y nos hace participar de su solidaridad por todos los hombres.
Ya no hay lugar para la indiferencia. Unidos a Cristo vamos descubriendo que todo hombre es nuestro hermano, que todos somos parte del mismo cuerpo y participamos de la misma dignidad de hijos de Dios.
La solidaridad es una invitación a entregar y entregarnos por amor a los demás, compartiendo lo que tenemos, sin aferrarnos a ellos sino abriendo nuestros brazos para compartirnos con los demás en un abrazo de amor.
Encuentro
El Camino al Corazón se define como una pedagogía de encuentro: encuentro con uno mismo, con los demás y toda la creación y con Dios. Encuentro de corazón a corazón.
Dios es el primero que sale a nuestro encuentro para invitarnos a estar con Él. Jesús es el sacramento del encuentro de Dios con nosotros, de un Dios cercano que se deja encontrar en el camino, en el pozo de agua, en la fiesta de bodas, en los niños, los pobres y pequeños, los ricos y las grandes, los varones y las mujeres. ¡Dios sale al encuentro de toda situación humana para encontrarnos!
En el encuentro le decimos al otro: “¡hay lugar para ti en mi vida!” Hay lugar en la mirada, hay lugar en el diálogo, hay lugar en las diferencias, hay lugar cuando no tengo tiempo, hay lugar para el encuentro aún en las experiencias de desencuentro. Vivir en dimensión de encuentro nos abre a la presencia continua y constante de Dios que está presente en todo y en todos, invitándonos a ser parte del Todo en el amor.
Amistad
La amistad es el fruto precioso del Camino al Corazón, que nos enseña a ser amigos entre nosotros y con Dios. Jesús nos llama amigos:
“Ya no los llamo siervos, los llamo amigos, porque les he revelado todo lo que aprendí de mi Padre...”.
“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (cf. Jn 15)
“Ustedes son mi amigos si hacen lo que yo les mando…” (Jn 15, 14).
Jesús nos eligió para ser sus amigos, y en esta amistad nos abrió su intimidad, todo lo que estaba en su corazón lo compartió con nosotros, sus amigos, hasta la última gota de su sangre derramada en la cruz. Frente a esta entrega de amor, no podemos quedar indiferentes. Tenemos que preguntarnos cómo queremos responder a su invitación: si yo quiero abrirme a la amistad con Dios, si yo quiero entregarme a una experiencia de amor e intimidad con Dios.
El libro del Eclesiastico (6, 14) nos dice que un amigo es un tesoro, es bálsamo para nuestro corazón, es lugar de encuentro, abrazo y fiesta. El amigo se hace entonces signo y sacramento de Jesús amigo, puerta de entrada a nuestro propio corazón donde nos encontramos con Dios. En la presencia del amigo descubrimos a Dios, que viene a acompañarnos, a caminar con nosotros para ayudarnos, y entonces hacemos la experiencia de que arde nuestro corazón en la amistad, y se encienden todos nuestros espacios en el amor: queda transformada nuestra capacidad de pensar, decir, hacer y sentir, todo nuestro cuerpo y todo lo que somos queda encendido en esta experiencia del amor de amistad.

Consagración al SEA: un camino para aprender a amar
¡Señor, soy yo,
estoy aquí
para amar!
Vos en mi y yo en Tí.
Hoy me consagro
Trinidad Santísima
para vivir la unión con Vos y con mis hermanos
en la tierra como en el cielo.
Quiero ser santo
y elijo el camino del SEA
para aprender a amar:
camino del Silencio, la Escucha y la Acogida,
del Servicio, la Entrega y la Alabanza,
de la Solidaridad, el Encuentro y la Amistad.
Por eso, Padre nuestro
te decimos:
por Jesucristo, nuestro Redentor,
y en el Espíritu Santo Consolador
con María y con toda la Iglesia,
que SEA en mí,
en nosotros y a través de nosotros,
ahora y siempre,
tu santa voluntad.
Amén.