La compartida

Compartir la vida nos nutre y fortalece, siendo “pan uno para el otro”

¡Es tan importante aprender a hablar el lenguaje del corazón en comunidad! Aprender a abrirnos y a poner en palabras, en gestos y en silencios, no sólo nuestros sentimientos, sino también nuestras experiencias profundas, aprender a hablar de nuestra espiritualidad, de lo que nos pasa en el fondo del corazón, allí donde nos habita el misterio de Dios.

Compartir nuestros corazones es compartir la presencia de Dios. Compartirnos desde ese lugar tan secreto, tan escondido donde Dios está. El corazón es la morada, el lugar en donde me encuentro conmigo mismo, con los demás y con Dios.

El Espíritu Santo nos ayuda a compartir el corazón: a recordar a Jesucristo, nos despierta su memoria, nos anima a compartir un lenguaje espiritual. Es una forma de comunicarnos que trasciende nuestras capacidades, que nos comunica y nos une en una comunión muy profunda, nos hace “uno” en Cristo. Es la unidad para la que fuimos creados, la unidad que fue dañada por el pecado y restituida por Jesucristo. Es la unidad que se actualiza en nosotros por el misterio de la Comunión.

Abrir el corazón y compartir la propia vida es hacer de la comunicación un momento eucarístico donde todos nos hacemos pan para el otro. Compartir la vida nos nutre y fortalece. La vida hecha pan de mi hermano me completa, me da los nutrientes que me faltan. Es el pan de nuestras vidas cotidianas amasado con el agua de las risas y de las lágrimas y sazonado con la sangre de nuestros dolores y de nuestras intensidades. ¡Qué maravilla del amor que se hace comunión y fecunda en una comunidad testigo! Y se produce una escucha sagrada, en profundo silencio, sin interrumpir y disponiendo el corazón para acoger a quien se nos ofrece.