El Camino al Corazón nos ejercita en el arte de “darnos cuenta”.
El Camino al Corazón exige la libre decisión de la persona para entrar dentro de sí misma y recorrer un camino de interioridad y autoconocimiento, que la ayude a integrar la dimensión espiritual a toda su realidad humana.
Para decirlo en términos más gráficos: cuando estamos en una habitación y cerramos la puerta, nuestra mente puede seguir recibiendo con naturalidad lo que queda detrás de la puerta aunque no lo está viendo. Así sucede cuando se va abriendo la percepción espiritual: nuestra conciencia puede ver y escuchar más allá de los sentidos corporales. Comenzamos a comprender que la realidad tiene una forma que se ve con los ojos, y un fondo que es invisible, pero que es tan real como la realidad que se ve. A medida que vamos creciendo en esta percepción espiritual, este “fondo” de la realidad pasa a incorporarse de forma natural en nuestra manera de ver y situarnos ante la realidad.
El Camino al Corazón nos ejercita en el arte de “darnos cuenta”: detenernos, despertarnos a cada instante para renovar nuestra decisión acerca de cómo queremos vivir la vida. Esta decisión se actúa en cada momento de nuestra vida cotidiana; por eso es necesario que aprendamos a tomar distancia de nosotros mismos, para poder elegir lo que queremos hacer antes de actuar. El “antes” de actuar es un tiempo valioso que tenemos que recuperar y custodiar como un tesoro. Es el tiempo de recibir amorosamente toda la realidad, tal como se está presentando, ponderar los pensamientos, registrar los sentimientos, y elegir libremente qué es lo que queremos hacer.
Así podemos actuar en forma unificada, respetando los pasos del acto humano. Eso nos hace crecer en libertad y responsabilidad. Podemos hacernos cargo de nuestros actos, dar cuenta de ellos, y repararlos cuando hace falta.
El Camino al Corazón nos enseña a actuar de manera integrada y coherente nos ejercita en el arte de detenernos y dejarnos interpelar por la novedad de cada instante, para volver a elegir lo que queremos hacer: ¿esto que estoy haciendo es lo que quiero hacer? ¿Cómo elijo hacerlo? ¿Esto que hago está en armonía con quién soy? ¿Está en relación con lo que pienso, con lo que digo, con lo que siento? ¿O pienso una cosa, digo otra y hago una distinta?
La percepción justamente es el primer paso para ejercitar en el camino de la oración. La percepción desarrolla en nosotros la capacidad de “darnos cuenta” de lo que acontece en el presente y de recibirnos a nosotros mismos y a lo que nos rodea así como es. De esta manera, nos va introduciendo en la contemplación porque nos dispone a percibir la realidad invisible, que está como “escondida” detrás, arriba, o abajo de lo que vemos. Es como si los sentidos corporales se abrieran y dieran paso a que perciban los sentidos interiores.
Estos sentidos espirituales, que todos poseemos y podemos desarrollar, nos hacen capaces de percibir lo esencial, aquello que es invisible a los ojos y que sólo se puede ver con el corazón. Entonces nos vamos “dando cuenta” de que la realidad visible es sólo una parte de un todo del cual somos parte.
Esta percepción es fruto del Espíritu Santo, quien desarrolla la conciencia y la dota de una percepción espiritual esencial, para que sea capaz de “ver y escuchar” a Cristo a quien no vemos, y de reconocerlo en nuestra vida cotidiana.